ilium by Tarantir
La luz de la mañana se filtraba levemente por la rendija del
tejado, la única iluminación de toda la estancia. Sus leves rayos empezaron a
dar color al lugar, con una suave caricia que lentamente alcanzaba hasta el más
pequeño rincón de aquel minúsculo espacio, mostrando hasta qué punto eran
lamentables aquellas instalaciones, aun siendo propiedad de una de las
instituciones con más dinero y poder de todo el universo. La paredes estaban
roídas y repletas de grietas, moho y suciedad por doquier. Un profundo hedor a
putrefacción constituía todo el aire del ambiente, cualquier ser vivo que
permaneciera allí se viera obligado a acostumbrarse a sentir la mirada llorosa
y la eterna presencia de arcadas de repugnancia, hasta que su cuerpo lograra
tolerar toda aquella miseria. Ni una sola comodidad, tan solo celdas de un
tamaño ridículo- en las cuales el preso no podía dar más de dos pasos- gruesas
puertas con sólidas cerraduras, paredes que se caían a pedazos, paja mal
amontonada en un rincón, un cubo de acero que era vaciado cuando los guardias
decidían que era conveniente, cadenas, grilletes y un plato de comida en el
mismo estado que todo lo que les envolvía.
Una mirada azul empezó a responder a la llamada del alba.
Con desgana se apartó los cabellos grasientos del rostro, los cuales jamás
habían conocido ese nivel de suciedad, y observo la llegada de aquel nuevo día.
Día treinta y uno. Treinta de los cuales en el más profundo y aciago silencio,
sin más estimulo que aquel cambio de luz que día tras día, de manera inmutable,
seguía sucediéndose. Aquel mísero detalle era lo único que la mantenía con los
pies en la tierra, aunque sabía que ni ella lograría aguantar mucho más tiempo
aquel infierno. Su arrogancia empezaba a transformarse en mera desesperación e
ira, una furia ciega que le corroía las entrañas a cada instante que pasaba
allí encerrada. Lentamente se arrastró fuera de aquel intento de lecho hasta
apoyarse en la pared. Todos sus movimientos se veían entorpecidos por el
grillete que sin piedad se aferraba a su tobillo, mas con resignación se había
acostumbrado a aquel obstáculo. Yéndose al rincón más oscuro de la celda, se
sentó, se abrazó a si misma y espero.
Su paciencia pronto se vio premiada, al cabo de una hora la
pequeña portezuela que había en la parte baja de la puerta se abrió y una mano
asomó para dejar caer un plato además de una jarra con un líquido que pretendía
ser agua. Aquella visita y la del atardecer eran las dos únicas presencias
humanas con las que lograba tener cierto contacto, aunque hacía ya muchos días
que había dejado de intentar establecer algún tipo de comunicación. La
inhumanidad- y la ciega fidelidad- de aquellos seres la dejaban atónita, mas la
resignación apaciguaba sus pasiones sin remedio. Se estaba rindiendo tenía que
reconocerlo, aunque una parte de ella seguía luchado con uñas y dientes, lo
cierto era que pocas bases le quedaban sobre las que sostenerse y su fortaleza
mental pendía de un hilo. La bilis le subía hasta el cuello al recordar que
durante su primer día tuvo que destrozarse la garganta a gritos para que,
finalmente, algún joven soldado se apiadase y le respondiera que estaba siendo
juzgada por el sacro tribunal, así que hasta que no tuvieran una
resolución no saldría de allí. Después de aquello, ya no recibió más
información.
Con cierta pereza se levantó, intentando no tropezar con la
cadena, y se acercó hasta el plato. Un repugnante plato de sopa, con un hedor indescriptible,
del cual flotaban trozos de algo indefinible. Asqueada, cogió la jarra y volvió
a su rincón. Aquel agua tampoco era trigo limpio, cada vez que bebía le entraba
un extraño mareo, mas bien sabía que si se negaba a comer y beber en muy poco tiempo
moriría y esa era una alegría que no pensaba darles tan fácilmente. Exhaló un
fuerte suspiro antes de llevársela a los labios y darle un trago, el más corto
posible pero suficiente para saciarse levemente. El mareo no tardó en aparecer,
su mirada se emborronó, pero acostumbrada a tales efectos, apretó los puños y
se obligó a mantenerse consciente. Con un torpe movimiento aparto la jarra
hasta dejarla en un lugar mínimamente seguro, a salvo de sus maltrechos
movimientos.
Luego alzó la mirada hacia la pared que tenía enfrente, y
una sonrisa sarcástica se dibujó en sus labios. Aquel veneno no tenía intención
de matarla, probablemente su única intención era mantenerla dormida hasta el
momento adecuado. Algo que podía considerarse piadoso pero que a ojos de Aradna
era un insulto a su inteligencia, y por suerte un imposible, dado que su cuerpo
había logrado ir tolerando sus efectos a lo largo de los días. Al principio
lograba adormilarla terriblemente, ahora únicamente le provocaba un leve mareo
el cual había aprendido a ir manejando a su antojo. Con las manos temblorosas
empezó a tantear por el suelo hasta encontrar un pequeño montón de piedras.
Fuertemente se aferró a una de ellas, como si su vida misma dependiera de ello,
y con vigor la lanzó contra la pared de enfrente. Y luego volvió a repetir el
mismo movimiento con otra piedra, y otra vez y otra. Hasta que finalmente sus
ojos empezaron a recuperar su visión y fue capaz de leer las palabras escritas
delante de sus narices.
Las letras habían sido dibujadas torpemente sobre la roca,
gracias a un trozo de yeso que había encontrado a la semana de estar allí,
cuando creía que la locura terminaría por matarla. No tenía del todo claro si
aquello era una muestra de cordura pero desde que lo había hecho- creando esta
siniestra rutina- sobrellevaba mejor aquel encierro, así que no se planteó
demasiado los dilemas morales que pudiera provocarle y sin dudarlo empezó a
leer en voz alta. Su voz, ronca después de tantas horas de silencio,
difícilmente podía ser escuchada tras aquellas paredes pero ese detalle tampoco
la preocupaba. En su mente tan solo había una idea que se mantuviera firme e
inamovible: Sobrevivir.
— Sienna Selene —lanzó una piedra contra el nombre— August
Riecter —otra piedra— Inquisidor Delcroi —otra— Inquisidor Renard— Y así siguió
durante un buen rato, lanzando piedras contra todos los nombres apuntados en la
lista, mas sin atreverse a mirar el último. Con furia fue lanzándolas cada vez
con más fuerza, hasta el punto de tener que esquivar sus propios tiros, pero
finalmente sus ojos bajaron hasta la última línea y, por primera vez en toda su
estancia, una lagrima resbaló por su rostro. Empezó a lanzar piedras sin parar
contra él, únicamente contra esas dos palabras, sin descanso, hasta que toda su
ira se tradujo en fuertes sollozos que la dejaron sin aliento, derrumbándola en
aquel asqueroso suelo. Únicamente entonces se atrevió a susurrar: — Aradna
Selene.
Trigésimo segundo día.
La puerta se abrío, soltando un chirrido que despiertó de un
sobresalto a la forma que se encontraba tumbada sobre la paja, aunque ese hecho
no pareció afectar en absoluto al autor de esta acción, el cual sin dudarlo
entró en el cuarto, ignorando su desastrado aspecto tanto como el olor del
cubo, y de un movimiento sacó una llave del bolsillo y deshizo el agarre del
grillete del tobillo de su prisionera. Luego, al no observar ningún cambio en
la joven, sin compasión alguna le propinó una patada en el estómago que la hizo
gemir. Esta le dirigió una mirada de profundo odio.
— Levanta niña, es hora de ponerte en marcha. En pocos
minutos empieza tu juicio a sentencia.
— ¿A sentencia? — musitó con la voz enronquecida por el
sueño.
El soldado, que debía sacarle tres cabezas a la chica y la
doblaba en anchura, la cogió del brazo y de un tirón la obligó a incorporarse,
dejando claro que podría arrastrarla hasta la misma sala del tribunal si
quería: — Si, a sentencia. Todos los testigos han sido escuchados y el Sacro
Inquisidor ya ha decidido tu condena. Lo último que falta es que tú estés
presente para escucharla. ¡Ahora levanta!
Aradna, torpemente, consiguió ponerse en pie. Se sentía
débil, anoche finalmente había caído en la tentación dando cuenta de aquella
repugnante sopa, y en aquellos momentos sentía las consecuencias en su estómago,
temía que en cualquier momento terminaría vomitando especialmente después de
aquella patada. Aunque, pensándolo bien, quizá aquel soldado merecía que le
cayera encima. Pero este, prudentemente, empezó a alejarse por la puerta
evitando cualquier tentativa por su parte al respecto. Con una mano apoyada en
la pared fue siguiéndole, pronto más soldados secundaron sus pasos hasta quedar
completamente rodeada por ellos. Con cierta extrañeza los observó, sin llegar a
comprender del todo su función, dadas sus limitadas fuerzas, ni aunque así
fuera su deseo lograría huir de su destino.
Las oscuras puertas de las mazmorras fueron pasando ante sus
ojos y el áspero tacto de sus manos, mientras se preguntaba cuántos seres
habría allí encerrados, y sobre todo, cuánto tiempo llevarían. Mas era
consciente de que cualquier pregunta al respecto podía ser malinterpretada así
que se abstuvo. Su lentitud exasperó a los soldados, dos de los cuales
decidieron tomarla por las axilas y llevarla a rastras. Ante su emborronada
visión aparecieron diversos oscuros pasillos de toda índole, iluminados por
tenues luces colgando de las paredes, laberinticos hasta lo imposible. Un
profundo mareo le sobrevino y se vio obligada a tragar una arcada,
preguntándose cuando finalizaría aquella incomoda caminata. Finalmente toparon
ante una inmensa puerta, la cual desentonaba totalmente con aquel polvoriento
lugar, ricamente decorada con un estilo de resultaba sobrecargado ante la
austeridad de los pasillos que llevaban hasta ella. El primer soldado la abrió
de un golpe dejándola totalmente ciega al instante.
La iluminación de aquella inmensa sala resultaba
escandalosa, al igual que la albura del mármol con el que había sido
construida. Tenía forma de hemiciclo, formado completamente por gradas, las
cuales estaban a rebosar. El tejado era una inmensa cúpula con grandes
ventanales de cristal, acompañados por otros tantos repartidos por las paredes,
dando un brillo espectacular a cada rincón del emplazamiento. Todo parecía
blanco, incluso las ropas de los seres que allí se encontraban, lo único que
rompía con la uniformidad era el estrado de madera que se encontraba en medio
del semicírculo y el otro que se alzaba justo enfrente, en el cual se
aposentaba sin lugar a dudas uno de los hombres más poderosos del mundo
conocido, cuyas ropas con todo el lujo que desprendían daban claras muestras de
ello: El Sacro Inquisidor. Se hallaba acomodado en un acolchado trono, con las
manos relajadas sobre la tarima, esperando paciente mientras una mueca de satisfacción
se le dibujaba en el rostro.
Aradna fue lanzada bruscamente sobre su propio estrado, y al
no contar con asiento tuvo que aferrarse unos instantes para no caer. Cerró los
ojos, respiró hondo, apoyándose fuertemente alzó el cuerpo y con el rostro bien
alto observó a cada uno de los presentes hasta finalmente posar la mirada sobre
su juez. A pesar del evidente temblor de todos sus miembros, en ningún momento
permitió que sus ojos reflejaran en modo alguno sus temores, al contrario,
mantuvo la mirada con el Sacro Inquisidor hasta que este cambió su gesto por
uno de disgusto y terminó por apartarla. La joven tuvo que reprimir una mueca
sarcástica. El hombre carraspeó a la vez que se alzaba, dirigiendo la mirada
hacía todo su público, asegurándose de contar con su atención, para así poder iniciar
su monologo:
—Estamos aquí reunidos para declarar cual será la sentencia
y la pena de la joven aquí presente, conocida por todos como Aradna Selene,
hija de la inquisidora Sienna Selene —volvió a carraspear, y miró directamente
a su prisionera— Se te acusa de desacato a la autoridad y de adulterio por
estupro. ¿Tienen algo que añadir su defensa o sus respectivos familiares aquí
presentes?
Aradna siguió la mirada del sumo mandatario con gran
interés, descubriendo la fría mirada de su madre a tan solo unos pocos pasos de
ella, además de la de su mano derecha -y templario de la orden inquisitorial-
August Riecter. Su padre se hallaba ausente, al igual que el resto de su
familia, en esos asientos tan solo se hallaban ellos dos y su supuesto
defensor, cuya única función consistía en asegurarse de que ninguno de los
testimonios resultará hostil, y en tal caso aquel era el momento para dar parte
de ello y así se reabriría el caso. Nadie pronunció ni una sola palabra.
— Bien. La condena en estos casos suele ser la pena de
muerte por ahorcamiento, pero dadas las circunstancias, como hija de una de
nuestras más queridas inquisidoras, este consejo ha decidido condenarte al
exilio de por vida. Jamás podrás volver a poner un pie en esta ciudad, en el
momento en el que seas avistada por cualquier soldado de la sagrada inquisición
serás encarcelada y se ejecutará la pena de muerte sin juicio ni reflexión
alguna —hizo un gesto a los soldados para que volvieran a cogerla— Tienes
derecho a recoger las pertenencias que tu familia considera que debe darte y
estos hombres te conducirán hasta las puertas. Que nuestro Dios te guie por tu
nueva senda —golpeó la mesa contundentemente— Se cierra la sesión.
Incrédula ante el giro de los acontecimientos, apenas fue
consciente de como aquellos soldados la arrastraban cruzando esta vez la puerta
principal, llevándola por las calles cual fardo mientras las gentes seguían sus
pasos gritándole insultos y obscenidades de todo tipo, algo que habría sido del
todo reprochable para la clase social que ocupaban en aquel pequeño mundo, mas
en esa situación se aceptaba cualquier tipo de acción, llegando incluso al
extremo de intentar lanzarle alguna piedra, con tan mala suerte que una dio de
lleno a uno de los soldados, el cual gruñó y aceleró el paso sin compasión
alguna. Al terminar de cruzar aquellas inmaculadas calles, bordeadas por
grandes mansiones y por una limpieza inimaginable para alguien que llevaba más
de un mes metida en unos mugrientos calabozos, alcanzaron las inmensas puertas
de la muralla este. Los soldados, con una sincronía milimétrica, la lanzaron la
suelo y tras ella una gran alforja. Dieron media vuelta, sin volver la vista
atrás ni un solo instante.
Aradna se encontró magullada, tirada contra el sucio suelo
de tierra, mientras ante sus ojos todavía se observaban los palacios en los que
vivía la más alta casta de la ciudad. Algunos de aquellos nobles todavía
perdieron unos preciosos segundos observándola, allí, derrumbada en el suelo,
olvidando por un instante cualquier sentimiento parecido a la compasión. Luego,
a gritos, ordenaron a los guardianes que cerraran las puertas, aludiendo su
propia seguridad, los cuales atemorizados ante aquella manifestación inesperada
siguieron la orden. Lo último que escucho de aquel lugar fue el sonoro portazo
que provocaron al atrancarlas. Fue entonces cuando empezó a moverse.
El corazón le latía a toda velocidad, contra toda
expectativa había logrado sobrevivir. A pesar del agotamiento y la debilidad
general que sentía, la adrenalina corría por sus venas cual droga estimulante.
Rápidamente se puso en pie y se dirigió hasta un bosque cercano, el cual
consistía únicamente en un pequeño conjunto de árboles, que para nada servía de
refugio, mas podía darle unos instantes de intimidad. Con cierto sentimiento de
urgencia abrió su alforja y empezó a extraer lo que había dentro. Con grata
satisfacción descubrió sus ropajes de lino, cuero y su armadura, además de sus
tres cajitas: Una con hierbas, otra con vendas e hilo de coser, y la última con
especias y sal, un regalo de su más amada criada: Marien. Además también habían
añadido unos cazos, un odre vacío, algo más de ropa, su pequeña navaja y una
pequeña bolsa de dinero con la ridícula cantidad de 50 monedas de oro, 30 de
plata y 20 de bronce.
Chasqueo la lengua, poco iba a sobrevivir con aquella
cantidad. Con cierta angustia removió sus ropajes, desordenando sus enaguas y
su vieja túnica, hasta alcanzar una capa que desconocía por completo. Con gran
asombró la desdobló, y ante sus ojos apareció, allí envuelta, una espada
bastarda metida en su vaina— Esta no es mi espada —pensó sin salir de su
sorpresa. Con un movimiento la dejó a un lado y poniéndose en pie observó
la capa con detenimiento: La tela era nueva, pero por los bajos había sido conscientemente
descosida con trazos expertos, aunque a ojos de alguien que nada supiera de
costura no reconocería tal cosa, además la habían descolorido ligeramente en un
extremo, dándole un aspecto anticuado totalmente irreal. Al darle la vuelta vio
que estaba forrada con pelo, desde la capucha hasta el fondo, perfecta para
pasar las noches a la intemperie.
Aradna frunció el ceño, todavía sin comprender el origen de
aquellos objetos, hasta que sus ojos se fijaron en el pequeño espacio que unía
la capucha con el resto de la tela. Al acercárselo sintió que el corazón le
daba un vuelco, había un nombre bordado, uno que llevaba años sin escuchar, un
apodo que tenía grabado a fuego en el alma. Llevada por un presentimiento,
empezó a acariciar todo el forro con la mano, buscando incansable hasta que en
un rincón descubrió una doblez con un extraño tacto. Con habilidad, se hizo con
la aguja y empezó a descoserla, hasta encontrar dentro un pequeño sobre
escondido. Rápidamente volvió a coserla, mientras volvía a sentir aquella
taquicardia resonando en sus oídos, abrió el sobre y empezó a leer la carta, la
cual estaba escrita con letras poco diestras pero leíbles:
"Pequeña nuestra, no hay mucho que podamos hacer por
ti. Sabemos lo que ha ocurrido, y en ningún momento nuestro cariño te ha
abandonado, nos hubiera encantado poder liberarte personalmente de tu prisión,
como también del sufrimiento de la vida errante, mas nada podemos hacer por
ello, cosa que sentimos con toda el alma. Esperamos que este pequeño regalo
pueda facilitarte el camino: Dentro de este mismo sobre encontrarás una letra
de cambio que en cualquier banco te compraran, no lleva nombre así que,
asegúrate de ir a un lugar en el que nadie pueda reconocerte. Y pase lo que
pase, no olvides que siempre estarás en nuestros corazones.
Te queremos Arien. Siempre tuyos.
PD: La capa y la espada son de las reservas del ejército, no
creemos que las vayan a echar en falta. Hay un fardo de carne seca escondido en
tus enaguas, comételo, ya tendrás tiempo de comprar más"
Una lágrima resbaló por su rostro, a la vez que sus dedos se
aferraban a aquella letra de cambio, cuyo valor ascendía a 70 monedas de oro—
los ahorros de toda una vida de servidumbre —pensó sintiendo como el espíritu
le pesaba como el acero. Suspiró con fuerza, la emoción y la tristeza se
aferraban a su ser sin clemencia. Mas no podía rendirse, no después de que las
únicas personas que la habían querido le hubieran regalado todo lo que tenían,
debía seguir adelante por ellos. Con una nueva determinación, enterró sus
repugnantes ropas, se raspo todo el cuerpo con tierra en un triste intento de
eliminar parte de la suciedad que cargaba, se vistió con sus ropajes, se calzó
las botas, guardo el resto de sus pertenencias, dejando el pequeño fardo a un
lado, se colgó la espada de la cintura y luego finalmente se enfundo la
capa, la cual era tan grande que la tapaba perfectamente de la cabeza hasta los
tobillos convirtiéndola en un espectro color tierra. Antes de ponerse en marcha
dio buena cuenta de la cecina, viéndose incapaz de reservar nada, tal como
vaticinaban sus criados. Al terminar ya había tomado una decisión, e impulsada
por una nuevo vigor empezó a andar.
Con paso firme se dirigió al único lugar en el cual
difícilmente la reconocerían. Nunca había estado allí, y poco antes habría
reconocido abiertamente que le causaba pavor, mas dadas las circunstancias era
el único sitio al que podía acudir. En un intento de darse seguridad se aferró
a la empuñadura de su espada, mientras se recordaba a si misma que sus facciones
resultaban irreconocibles bajo aquella gran capucha. Las piernas seguían
temblándole ligeramente, empero iba consiguiendo que cada paso fuera más firme
que el anterior. El hedor de la puerta a la que se conducía se empezaba a
sentir mucho antes de llegar, característica que en otros tiempos la habría
obligado a dar media vuelta, mas después de su estancia en las mazmorras le
sabía a rosas silvestres. Cuando llegó, observó aquel camino embarrado y las
viejas casuchas achaparradas que se vislumbraban desde la entrada, colocadas de
un modo absolutamente caótico- hasta el punto de que le resultaba imposible
discernir la presencia de calle alguna- pero no se permitió ni un instante de
duda. Sin variar el ritmo fue acercándose a la entrada, ningún guardián parecía
haberla visto, pocos pasos le quedaban para cruzar nuevamente aquella muralla,
hasta que una fuerte lanza la golpeo en el estómago impidiéndole el paso:
— ¿Y tú quién eres, rata callejera? ¿Te puedes creer que
puedes pasar por aquí sin ser apuntada en el censo, eh? Idiota— con fuerza la
cogió del brazo y la arrastró hasta la mesa donde se apuntaban los nombres de
todo aquel que cruzaba las puertas— Por favor, hueles a cloaca. Dile tu nombre
y lárgate.
— Arien Lieren —afirmó con voz firme, mientras su mano se
aferraba con tal ferocidad a la espada que los nudillos se le quedaron blancos.
— ¿Lieren eh? Báñate antes de dedicarte al oficio, puta, y
pasa de una vez— de un golpe la empujó hacia dentro, creando toda una paradoja
con la escena que había ocurrido hacía menos de una hora.
Aquellos ojos azules sonrieron al encontrarse en medio de
aquel caos de casuchas. Sin pensarlo, se recolocó la capucha y se hundió en el
gentío, en busca de alguno de los bancos de esclavistas que bien sabía que allí
abundaban. Únicamente debía decir que era la letra de otra persona, insinuando
que se trataba de alguien importante. Nadie haría preguntas. Lo sabía, llevaba
toda su vida dedicándose a perseguir ese tipo de actividades delictivas. Una
mueca sarcástica le cruzo el rostro. Acababa de comprender como, por desgracia,
la mayoría de esos actos se realizaban con la misma desesperación que abrazaba
su ser. Pero no importaba, nada importaba. Aradna Selene ya no existía, ni volvería
a existir, aquel nombre había muerto desde el mismo instante en que fue
expulsada de la zona noble de la capital. Jamás volvería a utilizarlo, aquella
cría de veinte años había muerto en aquella mazmorra.
Arien Lieren había renacido, y como una sombra se escondió tras las calles mugrientas de la ciudad en busca de su destino.