sábado, julio 19, 2014

Prólogo. El Juicio de Aradna.

ilium by Tarantir


La luz de la mañana se filtraba levemente por la rendija del tejado, la única iluminación de toda la estancia. Sus leves rayos empezaron a dar color al lugar, con una suave caricia que lentamente alcanzaba hasta el más pequeño rincón de aquel minúsculo espacio, mostrando hasta qué punto eran lamentables aquellas instalaciones, aun siendo propiedad de una de las instituciones con más dinero y poder de todo el universo. La paredes estaban roídas y repletas de grietas, moho y suciedad por doquier. Un profundo hedor a putrefacción constituía todo el aire del ambiente, cualquier ser vivo que permaneciera allí se viera obligado a acostumbrarse a sentir la mirada llorosa y la eterna presencia de arcadas de repugnancia, hasta que su cuerpo lograra tolerar toda aquella miseria. Ni una sola comodidad, tan solo celdas de un tamaño ridículo- en las cuales el preso no podía dar más de dos pasos- gruesas puertas con sólidas cerraduras, paredes que se caían a pedazos, paja mal amontonada en un rincón, un cubo de acero que era vaciado cuando los guardias decidían que era conveniente, cadenas, grilletes y un plato de comida en el mismo estado que todo lo que les envolvía.

Una mirada azul empezó a responder a la llamada del alba. Con desgana se apartó los cabellos grasientos del rostro, los cuales jamás habían conocido ese nivel de suciedad, y observo la llegada de aquel nuevo día. Día treinta y uno. Treinta de los cuales en el más profundo y aciago silencio, sin más estimulo que aquel cambio de luz que día tras día, de manera inmutable, seguía sucediéndose. Aquel mísero detalle era lo único que la mantenía con los pies en la tierra, aunque sabía que ni ella lograría aguantar mucho más tiempo aquel infierno. Su arrogancia empezaba a transformarse en mera desesperación e ira, una furia ciega que le corroía las entrañas a cada instante que pasaba allí encerrada. Lentamente se arrastró fuera de aquel intento de lecho hasta apoyarse en la pared. Todos sus movimientos se veían entorpecidos por el grillete que sin piedad se aferraba a su tobillo, mas con resignación se había acostumbrado a aquel obstáculo. Yéndose al rincón más oscuro de la celda, se sentó, se abrazó a si misma y espero.

Su paciencia pronto se vio premiada, al cabo de una hora la pequeña portezuela que había en la parte baja de la puerta se abrió y una mano asomó para dejar caer un plato además de una jarra con un líquido que pretendía ser agua. Aquella visita y la del atardecer eran las dos únicas presencias humanas con las que lograba tener cierto contacto, aunque hacía ya muchos días que había dejado de intentar establecer algún tipo de comunicación. La inhumanidad- y la ciega fidelidad- de aquellos seres la dejaban atónita, mas la resignación apaciguaba sus pasiones sin remedio. Se estaba rindiendo tenía que reconocerlo, aunque una parte de ella seguía luchado con uñas y dientes, lo cierto era que pocas bases le quedaban sobre las que sostenerse y su fortaleza mental pendía de un hilo. La bilis le subía hasta el cuello al recordar que durante su primer día tuvo que destrozarse la garganta a gritos para que, finalmente, algún joven soldado se apiadase y le respondiera que estaba siendo juzgada por el sacro tribunal,  así que hasta que no tuvieran una resolución no saldría de allí. Después de aquello, ya no recibió más información.

Con cierta pereza se levantó, intentando no tropezar con la cadena, y se acercó hasta el plato. Un repugnante plato de sopa, con un hedor indescriptible, del cual flotaban trozos de algo indefinible. Asqueada, cogió la jarra y volvió a su rincón. Aquel agua tampoco era trigo limpio, cada vez que bebía le entraba un extraño mareo, mas bien sabía que si se negaba a comer y beber en muy poco tiempo moriría y esa era una alegría que no pensaba darles tan fácilmente. Exhaló un fuerte suspiro antes de llevársela a los labios y darle un trago, el más corto posible pero suficiente para saciarse levemente. El mareo no tardó en aparecer, su mirada se emborronó, pero acostumbrada a tales efectos, apretó los puños y se obligó a mantenerse consciente. Con un torpe movimiento aparto la jarra hasta dejarla en un lugar mínimamente seguro, a salvo de sus maltrechos movimientos.

Luego alzó la mirada hacia la pared que tenía enfrente, y una sonrisa sarcástica se dibujó en sus labios. Aquel veneno no tenía intención de matarla, probablemente su única intención era mantenerla dormida hasta el momento adecuado. Algo que podía considerarse piadoso pero que a ojos de Aradna era un insulto a su inteligencia, y por suerte un imposible, dado que su cuerpo había logrado ir tolerando sus efectos a lo largo de los días. Al principio lograba adormilarla terriblemente, ahora únicamente le provocaba un leve mareo el cual había aprendido a ir manejando a su antojo. Con las manos temblorosas empezó a tantear por el suelo hasta encontrar un pequeño montón de piedras. Fuertemente se aferró a una de ellas, como si su vida misma dependiera de ello, y con vigor la lanzó contra la pared de enfrente. Y luego volvió a repetir el mismo movimiento con otra piedra, y otra vez y otra. Hasta que finalmente sus ojos empezaron a recuperar su visión y fue capaz de leer las palabras escritas delante de sus narices.

Las letras habían sido dibujadas torpemente sobre la roca, gracias a un trozo de yeso que había encontrado a la semana de estar allí, cuando creía que la locura terminaría por matarla. No tenía del todo claro si aquello era una muestra de cordura pero desde que lo había hecho- creando esta siniestra rutina- sobrellevaba mejor aquel encierro, así que no se planteó demasiado los dilemas morales que pudiera provocarle y sin dudarlo empezó a leer en voz alta. Su voz, ronca después de tantas horas de silencio, difícilmente podía ser escuchada tras aquellas paredes pero ese detalle tampoco la preocupaba. En su mente tan solo había una idea que se mantuviera firme e inamovible: Sobrevivir.

— Sienna Selene —lanzó una piedra contra el nombre— August Riecter —otra piedra— Inquisidor Delcroi —otra— Inquisidor Renard— Y así siguió durante un buen rato, lanzando piedras contra todos los nombres apuntados en la lista, mas sin atreverse a mirar el último. Con furia fue lanzándolas cada vez con más fuerza, hasta el punto de tener que esquivar sus propios tiros, pero finalmente sus ojos bajaron hasta la última línea y, por primera vez en toda su estancia, una lagrima resbaló por su rostro. Empezó a lanzar piedras sin parar contra él, únicamente contra esas dos palabras, sin descanso, hasta que toda su ira se tradujo en fuertes sollozos que la dejaron sin aliento, derrumbándola en aquel asqueroso suelo. Únicamente entonces se atrevió a susurrar: — Aradna Selene.


Trigésimo segundo día.

La puerta se abrío, soltando un chirrido que despiertó de un sobresalto a la forma que se encontraba tumbada sobre la paja, aunque ese hecho no pareció afectar en absoluto al autor de esta acción, el cual sin dudarlo entró en el cuarto, ignorando su desastrado aspecto tanto como el olor del cubo, y de un movimiento sacó una llave del bolsillo y deshizo el agarre del grillete del tobillo de su prisionera. Luego, al no observar ningún cambio en la joven, sin compasión alguna le propinó una patada en el estómago que la hizo gemir. Esta le dirigió una mirada de profundo odio.

— Levanta niña, es hora de ponerte en marcha. En pocos minutos empieza tu juicio a sentencia.

— ¿A sentencia? — musitó con la voz enronquecida por el sueño.

El soldado, que debía sacarle tres cabezas a la chica y la doblaba en anchura, la cogió del brazo y de un tirón la obligó a incorporarse, dejando claro que podría arrastrarla hasta la misma sala del tribunal si quería: — Si, a sentencia. Todos los testigos han sido escuchados y el Sacro Inquisidor ya ha decidido tu condena. Lo último que falta es que tú estés presente para escucharla. ¡Ahora levanta!

Aradna, torpemente, consiguió ponerse en pie. Se sentía débil, anoche finalmente había caído en la tentación dando cuenta de aquella repugnante sopa, y en aquellos momentos sentía las consecuencias en su estómago, temía que en cualquier momento terminaría vomitando especialmente después de aquella patada. Aunque, pensándolo bien, quizá aquel soldado merecía que le cayera encima. Pero este, prudentemente, empezó a alejarse por la puerta evitando cualquier tentativa por su parte al respecto. Con una mano apoyada en la pared fue siguiéndole, pronto más soldados secundaron sus pasos hasta quedar completamente rodeada por ellos. Con cierta extrañeza los observó, sin llegar a comprender del todo su función, dadas sus limitadas fuerzas, ni aunque así fuera su deseo lograría huir de su destino.

Las oscuras puertas de las mazmorras fueron pasando ante sus ojos y el áspero tacto de sus manos, mientras se preguntaba cuántos seres habría allí encerrados, y sobre todo, cuánto tiempo llevarían. Mas era consciente de que cualquier pregunta al respecto podía ser malinterpretada así que se abstuvo. Su lentitud exasperó a los soldados, dos de los cuales decidieron tomarla por las axilas y llevarla a rastras. Ante su emborronada visión aparecieron diversos oscuros pasillos de toda índole, iluminados por tenues luces colgando de las paredes, laberinticos hasta lo imposible. Un profundo mareo le sobrevino y se vio obligada a tragar una arcada, preguntándose cuando finalizaría aquella incomoda caminata. Finalmente toparon ante una inmensa puerta, la cual desentonaba totalmente con aquel polvoriento lugar, ricamente decorada con un estilo de resultaba sobrecargado ante la austeridad de los pasillos que llevaban hasta ella. El primer soldado la abrió de un golpe dejándola totalmente ciega al instante.

La iluminación de aquella inmensa sala resultaba escandalosa, al igual que la albura del mármol con el que había sido construida. Tenía forma de hemiciclo, formado completamente por gradas, las cuales estaban a rebosar. El tejado era una inmensa cúpula con grandes ventanales de cristal, acompañados por otros tantos repartidos por las paredes, dando un brillo espectacular a cada rincón del emplazamiento. Todo parecía blanco, incluso las ropas de los seres que allí se encontraban, lo único que rompía con la uniformidad era el estrado de madera que se encontraba en medio del semicírculo y el otro que se alzaba justo enfrente, en el cual se aposentaba sin lugar a dudas uno de los hombres más poderosos del mundo conocido, cuyas ropas con todo el lujo que desprendían daban claras muestras de ello: El Sacro Inquisidor. Se hallaba acomodado en un acolchado trono, con las manos relajadas sobre la tarima, esperando paciente mientras una mueca de satisfacción se le dibujaba en el rostro.

Aradna fue lanzada bruscamente sobre su propio estrado, y al no contar con asiento tuvo que aferrarse unos instantes para no caer. Cerró los ojos, respiró hondo, apoyándose fuertemente alzó el cuerpo y con el rostro bien alto observó a cada uno de los presentes hasta finalmente posar la mirada sobre su juez. A pesar del evidente temblor de todos sus miembros, en ningún momento permitió que sus ojos reflejaran en modo alguno sus temores, al contrario, mantuvo la mirada con el Sacro Inquisidor hasta que este cambió su gesto por uno de disgusto y terminó por apartarla. La joven tuvo que reprimir una mueca sarcástica. El hombre carraspeó a la vez que se alzaba, dirigiendo la mirada hacía todo su público, asegurándose de contar con su atención, para así poder iniciar su monologo:

—Estamos aquí reunidos para declarar cual será la sentencia y la pena de la joven aquí presente, conocida por todos como Aradna Selene, hija de la inquisidora Sienna Selene —volvió a carraspear, y miró directamente a su prisionera— Se te acusa de desacato a la autoridad y de adulterio por estupro. ¿Tienen algo que añadir su defensa o sus respectivos familiares aquí presentes?

Aradna siguió la mirada del sumo mandatario con gran interés, descubriendo la fría mirada de su madre a tan solo unos pocos pasos de ella, además de la de su mano derecha -y templario de la orden inquisitorial- August Riecter. Su padre se hallaba ausente, al igual que el resto de su familia, en esos asientos tan solo se hallaban ellos dos y su supuesto defensor, cuya única función consistía en asegurarse de que ninguno de los testimonios resultará hostil, y en tal caso aquel era el momento para dar parte de ello y así se reabriría el caso. Nadie pronunció ni una sola palabra.

— Bien. La condena en estos casos suele ser la pena de muerte por ahorcamiento, pero dadas las circunstancias, como hija de una de nuestras más queridas inquisidoras, este consejo ha decidido condenarte al exilio de por vida. Jamás podrás volver a poner un pie en esta ciudad, en el momento en el que seas avistada por cualquier soldado de la sagrada inquisición serás encarcelada y se ejecutará la pena de muerte sin juicio ni reflexión alguna —hizo un gesto a los soldados para que volvieran a cogerla— Tienes derecho a recoger las pertenencias que tu familia considera que debe darte y estos hombres te conducirán hasta las puertas. Que nuestro Dios te guie por tu nueva senda —golpeó la mesa contundentemente— Se cierra la sesión.

Incrédula ante el giro de los acontecimientos, apenas fue consciente de como aquellos soldados la arrastraban cruzando esta vez la puerta principal, llevándola por las calles cual fardo mientras las gentes seguían sus pasos gritándole insultos y obscenidades de todo tipo, algo que habría sido del todo reprochable para la clase social que ocupaban en aquel pequeño mundo, mas en esa situación se aceptaba cualquier tipo de acción, llegando incluso al extremo de intentar lanzarle alguna piedra, con tan mala suerte que una dio de lleno a uno de los soldados, el cual gruñó y aceleró el paso sin compasión alguna. Al terminar de cruzar aquellas inmaculadas calles, bordeadas por grandes mansiones y por una limpieza inimaginable para alguien que llevaba más de un mes metida en unos mugrientos calabozos, alcanzaron las inmensas puertas de la muralla este. Los soldados, con una sincronía milimétrica, la lanzaron la suelo y tras ella una gran alforja. Dieron media vuelta, sin volver la vista atrás ni un solo instante.

Aradna se encontró magullada, tirada contra el sucio suelo de tierra, mientras ante sus ojos todavía se observaban los palacios en los que vivía la más alta casta de la ciudad. Algunos de aquellos nobles todavía perdieron unos preciosos segundos observándola, allí, derrumbada en el suelo, olvidando por un instante cualquier sentimiento parecido a la compasión. Luego, a gritos, ordenaron a los guardianes que cerraran las puertas, aludiendo su propia seguridad, los cuales atemorizados ante aquella manifestación inesperada siguieron la orden. Lo último que escucho de aquel lugar fue el sonoro portazo que provocaron al atrancarlas. Fue entonces cuando empezó a moverse.

El corazón le latía a toda velocidad, contra toda expectativa había logrado sobrevivir. A pesar del agotamiento y la debilidad general que sentía, la adrenalina corría por sus venas cual droga estimulante. Rápidamente se puso en pie y se dirigió hasta un bosque cercano, el cual consistía únicamente en un pequeño conjunto de árboles, que para nada servía de refugio, mas podía darle unos instantes de intimidad. Con cierto sentimiento de urgencia abrió su alforja y empezó a extraer lo que había dentro. Con grata satisfacción descubrió sus ropajes de lino, cuero y su armadura, además de sus tres cajitas: Una con hierbas, otra con vendas e hilo de coser, y la última con especias y sal, un regalo de su más amada criada: Marien. Además también habían añadido unos cazos, un odre vacío, algo más de ropa, su pequeña navaja y una pequeña bolsa de dinero con la ridícula cantidad de 50 monedas de oro, 30 de plata y 20 de bronce.

Chasqueo la lengua, poco iba a sobrevivir con aquella cantidad. Con cierta angustia removió sus ropajes, desordenando sus enaguas y su vieja túnica, hasta alcanzar una capa que desconocía por completo. Con gran asombró la desdobló, y ante sus ojos apareció, allí envuelta, una espada bastarda metida en su vaina— Esta no es mi espada —pensó sin salir de su sorpresa. Con un movimiento la dejó a un lado y  poniéndose en pie observó la capa con detenimiento: La tela era nueva, pero por los bajos había sido conscientemente descosida con trazos expertos, aunque a ojos de alguien que nada supiera de costura no reconocería tal cosa, además la habían descolorido ligeramente en un extremo, dándole un aspecto anticuado totalmente irreal. Al darle la vuelta vio que estaba forrada con pelo, desde la capucha hasta el fondo, perfecta para pasar las noches a la intemperie.

Aradna frunció el ceño, todavía sin comprender el origen de aquellos objetos, hasta que sus ojos se fijaron en el pequeño espacio que unía la capucha con el resto de la tela. Al acercárselo sintió que el corazón le daba un vuelco, había un nombre bordado, uno que llevaba años sin escuchar, un apodo que tenía grabado a fuego en el alma. Llevada por un presentimiento, empezó a acariciar todo el forro con la mano, buscando incansable hasta que en un rincón descubrió una doblez con un extraño tacto. Con habilidad, se hizo con la aguja y empezó a descoserla, hasta encontrar dentro un pequeño sobre escondido. Rápidamente volvió a coserla, mientras volvía a sentir aquella taquicardia resonando en sus oídos, abrió el sobre y empezó a leer la carta, la cual estaba escrita con letras poco diestras pero leíbles:

"Pequeña nuestra, no hay mucho que podamos hacer por ti. Sabemos lo que ha ocurrido, y en ningún momento nuestro cariño te ha abandonado, nos hubiera encantado poder liberarte personalmente de tu prisión, como también del sufrimiento de la vida errante, mas nada podemos hacer por ello, cosa que sentimos con toda el alma. Esperamos que este pequeño regalo pueda facilitarte el camino: Dentro de este mismo sobre encontrarás una letra de cambio que en cualquier banco te compraran, no lleva nombre así que, asegúrate de ir a un lugar en el que nadie pueda reconocerte. Y pase lo que pase, no olvides que siempre estarás en nuestros corazones.
Te queremos Arien. Siempre tuyos.
PD: La capa y la espada son de las reservas del ejército, no creemos que las vayan a echar en falta. Hay un fardo de carne seca escondido en tus enaguas, comételo, ya tendrás tiempo de comprar más"

Una lágrima resbaló por su rostro, a la vez que sus dedos se aferraban a aquella letra de cambio, cuyo valor ascendía a 70 monedas de oro— los ahorros de toda una vida de servidumbre —pensó sintiendo como el espíritu le pesaba como el acero. Suspiró con fuerza, la emoción y la tristeza se aferraban a su ser sin clemencia. Mas no podía rendirse, no después de que las únicas personas que la habían querido le hubieran regalado todo lo que tenían, debía seguir adelante por ellos. Con una nueva determinación, enterró sus repugnantes ropas, se raspo todo el cuerpo con tierra en un triste intento de eliminar parte de la suciedad que cargaba, se vistió con sus ropajes, se calzó las botas, guardo el resto de sus pertenencias, dejando el pequeño fardo a un lado, se colgó la espada de la cintura  y luego finalmente se enfundo la capa, la cual era tan grande que la tapaba perfectamente de la cabeza hasta los tobillos convirtiéndola en un espectro color tierra. Antes de ponerse en marcha dio buena cuenta de la cecina, viéndose incapaz de reservar nada, tal como vaticinaban sus criados. Al terminar ya había tomado una decisión, e impulsada por una nuevo vigor empezó a andar.

Con paso firme se dirigió al único lugar en el cual difícilmente la reconocerían. Nunca había estado allí, y poco antes habría reconocido abiertamente que le causaba pavor, mas dadas las circunstancias era el único sitio al que podía acudir. En un intento de darse seguridad se aferró a la empuñadura de su espada, mientras se recordaba a si misma que sus facciones resultaban irreconocibles bajo aquella gran capucha. Las piernas seguían temblándole ligeramente, empero iba consiguiendo que cada paso fuera más firme que el anterior. El hedor de la puerta a la que se conducía se empezaba a sentir mucho antes de llegar, característica que en otros tiempos la habría obligado a dar media vuelta, mas después de su estancia en las mazmorras le sabía a rosas silvestres. Cuando llegó, observó aquel camino embarrado y las viejas casuchas achaparradas que se vislumbraban desde la entrada, colocadas de un modo absolutamente caótico- hasta el punto de que le resultaba imposible discernir la presencia de calle alguna- pero no se permitió ni un instante de duda. Sin variar el ritmo fue acercándose a la entrada, ningún guardián parecía haberla visto, pocos pasos le quedaban para cruzar nuevamente aquella muralla, hasta que una fuerte lanza la golpeo en el estómago impidiéndole el paso:

— ¿Y tú quién eres, rata callejera? ¿Te puedes creer que puedes pasar por aquí sin ser apuntada en el censo, eh? Idiota— con fuerza la cogió del brazo y la arrastró hasta la mesa donde se apuntaban los nombres de todo aquel que cruzaba las puertas— Por favor, hueles a cloaca. Dile tu nombre y lárgate.

— Arien Lieren —afirmó con voz firme, mientras su mano se aferraba con tal ferocidad a la espada que los nudillos se le quedaron blancos.

— ¿Lieren eh? Báñate antes de dedicarte al oficio, puta, y pasa de una vez— de un golpe la empujó hacia dentro, creando toda una paradoja con la escena que había ocurrido hacía menos de una hora.

Aquellos ojos azules sonrieron al encontrarse en medio de aquel caos de casuchas. Sin pensarlo, se recolocó la capucha y se hundió en el gentío, en busca de alguno de los bancos de esclavistas que bien sabía que allí abundaban. Únicamente debía decir que era la letra de otra persona, insinuando que se trataba de alguien importante. Nadie haría preguntas. Lo sabía, llevaba toda su vida dedicándose a perseguir ese tipo de actividades delictivas. Una mueca sarcástica le cruzo el rostro. Acababa de comprender como, por desgracia, la mayoría de esos actos se realizaban con la misma desesperación que abrazaba su ser. Pero no importaba, nada importaba. Aradna Selene ya no existía, ni volvería a existir, aquel nombre había muerto desde el mismo instante en que fue expulsada de la zona noble de la capital. Jamás volvería a utilizarlo, aquella cría de veinte años había muerto en aquella mazmorra.


Arien Lieren había renacido, y como una sombra se escondió tras las calles mugrientas de la ciudad en busca de su destino.

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